Martin Luther King
Gloria Cepeda Vargas
Este 15 de
enero hubiera podido marcar 84 años en tu vida, Martin Luther King, si en
el Memphis del 4 de abril de 1968 la
mano de James Earl Ray no se hubiera oscurecido para siempre al dispararte
desde una ventana. Así te fuiste con treinta y nueve años a cuestas y un mundo
por luchar.
Hace rato
atardeció sobre esta ciudad de
Suramérica tan necesitada de palabreros iluminados como tú. Quizá cuarenta y cinco años atrás a esta hora ya te
habías callado para siempre. Trato entonces de mirarte a los ojos tozudos de
pastor bautista empeñado en torcerle la
brújula a una historia de inequidades y dolor innombrables: las gentes negras,
tus gentes “de color” arrinconadas en los estados norteamericanos del sur; su
ausencia de todo derecho y forzada presencia en toda ignominia. Entonces esa
acumulación de espinas y cuchillos que crecía sobre sus espaldas como una bola
de nieve, te habló al oído y te armó caballero. Atlanta, Alabama, Chicago,
Albany, Washington, Nueva York, Birmingham o Selma. Calles,
aviones, buses, tribunas, papeles
releídos, vientos crudos, cárcel, debilidades, sueños y rieles, te hicieron suyo solo mientras pasabas. Te
esperaba el camino y serían entonces la mujer negra Rosa Parks, violadora de
las leyes segregacionistas de Montgomery y la filosofía de desobediencia civil
no violenta pregonada por Henry David Thoureau, principio e inspiración de la
lucha que te quemó los huesos.
Limpia fue tu
batalla. Por eso, del inhóspito arenal social que te rodeaba, brotó para ti en
1964 como una rosa sin mancilla, el Premio Nobel de la Paz, ungido con estas
palabras: Por su actividad encaminada a terminar con el Apartheid
estadounidense y la discriminación racial por medios no violentos.
“La marcha
hacia la libertad e historia de Montgomery”, tu libro escrito en 1958, te
delata: “Con frecuencia los hombres se odian unos a otros porque se tienen
miedo; tienen miedo porque no se conocen porque no se pueden comunicar; no se
pueden comunicar porque están separados”. Creo que esas palabras te sueltan las
amarras: anuncian la protesta encabezada por ti contra la segregación en los
autobuses municipales que durante casi un año tronó sobre las carreteras colapsadas
de Alabama y tu liderazgo en la Marcha sobre Washington por el Trabajo y la
Libertad. Ahí
levantas la cabeza para siempre, Luther King. Ahí te consagras como uno de los
más brillantes oradores de tu país, ahí te haces hombre y como si te hubieras
enredado en las entrañas de un caracol caminante, resuenas sin cansancio en las playas del mundo.
En la niebla
de este 15 de enero evoco tu cara lisa como una tabla recién pulida y esa mezcla
de ardilla y león que te amañaba el pulso. Está demás decirte que el sueño que
estalló traducido en palabras pronunciadas ante el monumento de Abraham Lincoln
y más de 200.000 personas el 28 de agosto de 1963, irrumpe cuando la reflexión
justa, hija de la conciencia vigilante, nos pellizca la sangre: “Sueño que esta nación se
levantará y vivirá el verdadero
significado de su credo: “todos los hombres son creados iguales” –afirmas- para
después de sobrevolar, como un pájaro con los remos intactos, valles, cumbres,
colinas y montañas, tomar aliento y decir: “Dulce tierra de la libertad, a ti
te canto, tierra donde mis antecesores murieron, tierra orgullo de los
peregrinos y de cada costado que repique la libertad y cuando la dejemos
repicar en cada aldea, en cada caserío, en cada estado y en cada ciudad,
podremos acelerar la llegada del día en que todos los hijos de Dios, negros y
blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y
cantar las palabras del viejo espiritual negro: “¡Libres al fin! ¡Libres al
fin! ¡Gracias a Dios omnipotente, somos libres al fin!”
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