REFLEXIONES
SOBRE LA PAZ Y LA JUSTICIA
Jorge
Muñoz Fernández
jorgemunozefe@hotmailcom
A
una década del Siglo XXI queda claro que no será el siglo de la paz, pero no es
menos cierto que en algunas regiones del mundo se pueden hacer las paces entre
los bandos, grupos o clanes en conflicto.
Pensar
en la utopía de la paz mundial, cuando los recursos energéticos como el
petróleo y el agua están en el centro de las preocupaciones dominantes de los
países desarrollados para poder sobrevivir, resulta incoherente.
Informes
estadísticos revelan que Norte América, en la que se incluye a Canadá, con
apenas el cinco por ciento de la población del planeta consumen el veinte por
ciento de la energía primaria mundial y ese mismo porcentaje del cinco por
ciento es consumido por el conjunto de la población de África, India, Oceanía,
Asia, con el sesenta por ciento de la población mundial.
Puede
uno imaginarse el crecimiento industrial de China y la pobreza de América
Latina en relación al consumo energético que no se suman en esas estadísticas.
Un
ciudadano norteamericano, con su forma de vida distinta al resto del mundo, consume
el doble de energía de un europeo, cuatro veces más que un chino, cinco más que
un latinoamericano y diez veces más que un africano.
Cuando
se pretende culpar a los países “pobres” de los desequilibrios mundiales,
simples apreciaciones aritméticas nos dicen que el veinte cinco por ciento de
la población mundial que vive en los países opulentos pone en alto riesgo el
equilibrio del planeta, sin contar que en los Estados Unidos habitan cincuenta millones de pobres. Afirmarlo, hasta
hace poco, era una herejía política y hacerlo era para una persona arriesgarse
a ser considerada inculta y analfabeta.
Cuando
Cuba, con sesenta años de bloqueo criminal, ha logrado garantizar para su
población salud, educación y alimentación, derechos negados en los países donde
existe un capitalismo desarrollado, abre las puertas a sus nacionales para que
viajen sin permiso al exterior, en Estados Unidos se endurece la inmigración,
millones de latinos debieron regresar por la crisis a sus países,
principalmente mexicanos, y en España se subsidia a los inmigrantes para que retornen
a sus países de origen, mientras sus profesionales y técnicos emigran a
Alemania o Sur América ante el pánico que produce pensar en el futuro.
Sin
embargo, las grandes potencias, con
cinismo mercantil, callan sobre el flujo mundial del petróleo, materias primas
y movimientos financieros en los escenarios internacionales, donde son los
países dependientes culpables de las iniquidades mundiales.
Poco o
nada interesa a las metrópolis dominantes instaurar ordenamientos económicos
menos rígidos para modificar la propiedad estatal de los recursos estratégicos
y los principales medios de producción, con miras a que nuevas formas de
propiedad social, que sin romper, incluso, la esencia del capital, convivan con
otras formas de propiedad y contribuyan a generar paz social.
Sus
afanes de monetarios sólo ven en sus propios países y en los países de la
periferia, botines, guerras y ganancias, como en las peores épocas de la
colonización, en las que a todo trance se imponía la superioridad militar,
política, religiosa, económica, étnica y cultural. Negocios.
Subsidiar
el regreso de los inmigrantes, endurecer las políticas migratorias y
criminalizar la protesta social demuestra la verdadera catadura del gran
capital, que no renuncia fácilmente a perder inmunidades, privilegios, franquicias y el poder de crear guerras o
intervenir en ellas.
¿Por
qué en Colombia, con una de las más injustas distribuciones del ingreso en
América Latina, las corporaciones económicas mundiales y lógicamente los dueños
del país sostienen que estamos viviendo en una “bella época”?: Inversiones, en
otras palabras, despojo, pillaje, captura de minerales, agua, maderas,
hidrocarburos y biodiversidad. Apoyan la paz, pero tienen listas las manos para
llenar sus alforjas con sus leoninas inversiones.
Hemos
danzado durante medio siglo sobre un volcán y es quizá por eso que la burguesía
ilustrada de Colombia ha llegado a la conclusión que la paz es necesaria, no
sólo para su propia y tranquila subsistencia, sino para lograr que la población,
que no tiene acceso a los recursos mínimos de la civilización, pueda vivir con
dignidad. Se le abona a Santos la salida pacífica al conflicto.
De
hecho el diálogo reconoce que existe un orden social injusto, que ha deslegitimado
al Estado, conflicto y contradicciones que constituyen el mejor camino para
llegar a la paz.
Tan
demoledora es la violencia estructural, como la irracional violencia del
conflicto militar, que se expresa en los millones de nacionales martirizados
por el empobrecimiento y la miseria.
Torpe
sería no admitir que el Estado dejó de ser garante y protector de los derechos
inalienables de los colombianos y se convirtió en un Estado administrador de
las desigualdades sociales, indolente, maquillador de la realidad social, pero,
sobre todo, infractor. El masivo ejercicio de la Acción de Tutela en la salud
así lo demuestra.
En el
caso del Cauca, donde la concentración de la riqueza tiene elevados indicadores económicos no se puede hablar de
orden público democrático, sino de un orden público que privilegia la
desigualdad. ¿Es justo que en Departamento de cada cien personas sesenta y
cuatro sobrevivan en condiciones de miseria y de pobreza?
Nuestra
guerra, habrá que decirlo sin ambages, no es un problema puramente militar, es
un problema político y como tal necesita una solución política.
Y
hablar de “nuestra guerra” no significa que el pueblo colombiano haya, en algún
momento de la historia fariana, reconocido a la guerrilla como su protectora, por
el contrario, ha rechazado las hostilidades militares por ser víctima
permanente de la confrontación.
La
pobreza, abordada en la mesa de negociación, como obstáculo de la libertad y la
justicia, agrede, ofende y maltrata la condición esencial de la existencia
humana que es la libertad de poder vivir.
Razón
tiene el Defensor Nacional del Pueblo Jorge Otálora en su reciente reportaje publicado
en El Espectador donde expresa su desacuerdo con algunos contenidos anacrónicos
de la Ley de Seguridad Ciudadana, evidenciados en el caso de un desplazado que
resultó preso por haber hurtado un caldo de gallina en un supermercado.
Son
leyes que favorecen más a los grandes propietarios, reprimen más los crímenes
donde están involucradas mercancías, que contra las personas. Muestran, en
última instancia, que el gran patrimonio es más importante y valioso que los
seres humanos.
Para
que haya paz no se necesita una justicia neutra, se requiere una justicia
social comprometida con las mayorías.
Si el
Estado quiere tomar partido por la justicia debe trazar políticas públicas con
fundamento en la más lúcida opción de convivencia social consagrada en el Art.
22 de la Constitución colombiana: “La paz es un derecho y un deber de
obligatorio cumplimiento”, admitir su responsabilidad en las gravísimas
violaciones a los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, y la
guerrilla, aceptar que en sus acciones se encuentran las peores degradaciones de
la confrontación armada, de la cual ha sido brutal y bárbara protagonista en la
historia de la sociedad colombiana, prerrequisitos que seguramente la darán un
abrumador respaldo popular al tratado de paz, para que no culmine en otro
rotundo fracaso, que sólo desean los negociantes de la guerra y los mercaderes
de la muerte, como lo expresa con propiedad la columnista Lucy Amparo Bastidas
cuando se pregunta: “Quién le teme a la paz”.
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