miércoles, 16 de enero de 2013

REFLEXIONES SOBRE LA PAZ Y LA JUSTICIA


REFLEXIONES SOBRE LA PAZ Y LA JUSTICIA

Jorge Muñoz Fernández
jorgemunozefe@hotmailcom

A una década del Siglo XXI queda claro que no será el siglo de la paz, pero no es menos cierto que en algunas regiones del mundo se pueden hacer las paces entre los bandos, grupos o clanes en conflicto.
Pensar en la utopía de la paz mundial, cuando los recursos energéticos como el petróleo y el agua están en el centro de las preocupaciones dominantes de los países desarrollados para poder sobrevivir, resulta  incoherente.
Informes estadísticos revelan que Norte América, en la que se incluye a Canadá, con apenas el cinco por ciento de la población del planeta consumen el veinte por ciento de la energía primaria mundial y ese mismo porcentaje del cinco por ciento es consumido por el conjunto de la población de África, India, Oceanía, Asia, con el sesenta por ciento de la población mundial.
Puede uno imaginarse el crecimiento industrial de China y la pobreza de América Latina en relación al consumo energético que no se suman en esas estadísticas.
Un ciudadano norteamericano, con su forma de vida distinta al resto del mundo, consume el doble de energía de un europeo, cuatro veces más que un chino, cinco más que un latinoamericano y diez veces más que un africano.
Cuando se pretende culpar a los países “pobres” de los desequilibrios mundiales, simples apreciaciones aritméticas nos dicen que el veinte cinco por ciento de la población mundial que vive en los países opulentos pone en alto riesgo el equilibrio del planeta, sin contar que en los Estados Unidos habitan  cincuenta millones de pobres. Afirmarlo, hasta hace poco, era una herejía política y hacerlo era para una persona arriesgarse a ser considerada inculta y analfabeta.
Cuando Cuba, con sesenta años de bloqueo criminal, ha logrado garantizar para su población salud, educación y alimentación, derechos negados en los países donde existe un capitalismo desarrollado, abre las puertas a sus nacionales para que viajen sin permiso al exterior, en Estados Unidos se endurece la inmigración, millones de latinos debieron regresar por la crisis a sus países, principalmente mexicanos, y en España se subsidia a los inmigrantes para que retornen a sus países de origen, mientras sus profesionales y técnicos emigran a Alemania o Sur América ante el pánico que produce pensar en el futuro.
Sin embargo,  las grandes potencias, con cinismo mercantil, callan sobre el flujo mundial del petróleo, materias primas y movimientos financieros en los escenarios internacionales, donde son los países dependientes culpables de las iniquidades mundiales.
Poco o nada interesa a las metrópolis dominantes instaurar ordenamientos económicos menos rígidos para modificar la propiedad estatal de los recursos estratégicos y los principales medios de producción, con miras a que nuevas formas de propiedad social, que sin romper, incluso, la esencia del capital, convivan con otras formas de propiedad y contribuyan a generar paz social.
Sus afanes de monetarios sólo ven en sus propios países y en los países de la periferia, botines, guerras y ganancias, como en las peores épocas de la colonización, en las que a todo trance se imponía la superioridad militar, política, religiosa, económica, étnica y cultural. Negocios.
Subsidiar el regreso de los inmigrantes, endurecer las políticas migratorias y criminalizar la protesta social demuestra la verdadera catadura del gran capital, que no renuncia fácilmente a perder inmunidades, privilegios,  franquicias y el poder de crear guerras o intervenir en ellas.
¿Por qué en Colombia, con una de las más injustas distribuciones del ingreso en América Latina, las corporaciones económicas mundiales y lógicamente los dueños del país sostienen que estamos viviendo en una “bella época”?: Inversiones, en otras palabras, despojo, pillaje, captura de minerales, agua, maderas, hidrocarburos y biodiversidad. Apoyan la paz, pero tienen listas las manos para llenar sus alforjas con sus leoninas inversiones.


Hemos danzado durante medio siglo sobre un volcán y es quizá por eso que la burguesía ilustrada de Colombia ha llegado a la conclusión que la paz es necesaria, no sólo para su propia y tranquila subsistencia, sino para lograr que la población, que no tiene acceso a los recursos mínimos de la civilización, pueda vivir con dignidad. Se le abona a Santos la salida pacífica al conflicto.
De hecho el diálogo reconoce que existe un orden social injusto, que ha deslegitimado al Estado, conflicto y contradicciones que constituyen el mejor camino para llegar a la paz.
Tan demoledora es la violencia estructural, como la irracional violencia del conflicto militar, que se expresa en los millones de nacionales martirizados por el empobrecimiento y la miseria.
Torpe sería no admitir que el Estado dejó de ser garante y protector de los derechos inalienables de los colombianos y se convirtió en un Estado administrador de las desigualdades sociales, indolente, maquillador de la realidad social, pero, sobre todo, infractor. El masivo ejercicio de la Acción de Tutela en la salud así lo demuestra.
En el caso del Cauca, donde la concentración de la riqueza tiene elevados  indicadores económicos no se puede hablar de orden público democrático, sino de un orden público que privilegia la desigualdad. ¿Es justo que en Departamento de cada cien personas sesenta y cuatro sobrevivan en condiciones de miseria y de pobreza?
Nuestra guerra, habrá que decirlo sin ambages, no es un problema puramente militar, es un problema político y como tal necesita una solución política.
Y hablar de “nuestra guerra” no significa que el pueblo colombiano haya, en algún momento de la historia fariana, reconocido a la guerrilla como su protectora, por el contrario, ha rechazado las hostilidades militares por ser víctima permanente de la confrontación.
La pobreza, abordada en la mesa de negociación, como obstáculo de la libertad y la justicia, agrede, ofende y maltrata la condición esencial de la existencia humana que es la libertad de poder vivir.
Razón tiene el Defensor Nacional del Pueblo Jorge Otálora en su reciente reportaje publicado en El Espectador donde expresa su desacuerdo con algunos contenidos anacrónicos de la Ley de Seguridad Ciudadana, evidenciados en el caso de un desplazado que resultó preso por haber hurtado un caldo de gallina en un supermercado.
Son leyes que favorecen más a los grandes propietarios, reprimen más los crímenes donde están involucradas mercancías, que contra las personas. Muestran, en última instancia, que el gran patrimonio es más importante y valioso que los seres humanos.
Para que haya paz no se necesita una justicia neutra, se requiere una justicia social comprometida con las mayorías.

Si el Estado quiere tomar partido por la justicia debe trazar políticas públicas con fundamento en la más lúcida opción de convivencia social consagrada en el Art. 22 de la Constitución colombiana: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, admitir su responsabilidad en las gravísimas violaciones a los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, y la guerrilla, aceptar que en sus acciones se encuentran las peores degradaciones de la confrontación armada, de la cual ha sido brutal y bárbara protagonista en la historia de la sociedad colombiana, prerrequisitos que seguramente la darán un abrumador respaldo popular al tratado de paz, para que no culmine en otro rotundo fracaso, que sólo desean los negociantes de la guerra y los mercaderes de la muerte, como lo expresa con propiedad la columnista Lucy Amparo Bastidas cuando se pregunta: “Quién le teme a la paz”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario